Música para meditar

domingo, 3 de enero de 2016

2° Domingo de Navidad

Lecturas Eclesiástico 24, 1-2.8-12  Salmo 147  Éfeso 1, 3-6.15-18
Juan 1, 1-18

Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
La Palabra en el principio estaba junto a Dios.

Por medio de la Palabra se hizo todo,
y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.

En la Palabra había vida,
y la vida era la luz de los hombres.

La luz brilla en la tiniebla,
y la tiniebla no la recibió.

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe.

No era él la luz, sino testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre.

Al mundo vino,
y en el mundo estaba;
el mundo se hizo por medio de ella,
y el mundo no la conoció.

Vino a su casa,
y los suyos no la recibieron.
Pero a cuantos la recibieron,
les da poder para ser hijos de Dios,
si creen en su nombre.

Éstos no han nacido de sangre,
ni de amor carnal,
ni de amor humano,
sino de Dios.

Y la Palabra se hizo carne
y acampó entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria:
gloria propia del Hijo único del Padre,
lleno de gracia y de verdad.

Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije:“El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo.”»

Pues de su plenitud todos hemos recibido,
gracia tras gracia.

Porque la ley se dio por medio de Moisés,
la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.

A Dios nadie lo ha visto jamás:
Dios Hijo único,
que está en el seno del Padre,
es quien lo ha dado a conocer.

1° Comentario

La liturgia de hoy, segundo domingo después de Navidad, nos presenta el Prólogo del Evangelio de San Juan, en el que se proclama que “el Verbo – o sea la Palabra creadora de Dios – se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Esa Palabra, que reside en el cielo, es decir en la dimensión de Dios, ha venido a la tierra a fin de que nosotros la escucháramos y pudiéramos conocer y tocar con las manos el amor del Padre. El Verbo de Dios es su mismo Hijo Unigénito, hecho hombre, lleno de amor y de fidelidad (Cfr. Jn 1,14), es el mismo Jesús.

El Evangelista no esconde el carácter dramático de la Encarnación del Hijo de Dios, subrayando que al don de amor de Dios se contrapone la no acogida por parte de los hombres. La Palabra es la luz, y sin embargo los hombres han preferido las tinieblas; la Palabra vino entre los suyos, pero ellos no la han acogido (Cfr. vv. 9-10). Le han cerrado la puerta en la cara al Hijo de Dios. Es el misterio del mal que asecha también nuestra vida y que requiere por nuestra parte vigilancia y atención para que no prevalezca.

El Libro del Génesis dice una bella frase que nos hace comprender esto: dice que el mal está agazapado a la puerta” (Cfr. 4,7). Ay de nosotros si lo dejamos entrar; sería él entonces el que cerraría nuestra puerta a quien quiera. En cambio, estamos llamados a abrir de par en par la puerta de nuestro corazón a la Palabra de Dios, a Jesús, para llegar a ser así sus hijos.

En el día de Navidad ya ha sido proclamado este solemne inicio del Evangelio de Juan; y hoy se nos propone una vez más. Es la invitación de la Santa Madre Iglesia la que acoge esta Palabra de salvación, este misterio de la luz.

Si lo acogemos, si acogemos a Jesús, creceremos en el conocimiento y en el amor del Señor y aprenderemos a ser misericordiosos como Él. Especialmente en este Año Santo de la Misericordia, hagamos de modo que el Evangelio sea cada vez más carne en nuestra vida. Acercarse al Evangelio, meditarlo y encarnarlo en la vida cotidiana es la mejor manera para conocer a Jesús y llevarlo a los demás.

Ésta es la vocación y la alegría de todo bautizado: indicar y donar a los demás a Jesús; pero para hacer esto debemos conocerlo y tenerlo dentro de nosotros, como Señor de nuestra vida. Y Él nos defiende del mal, del diablo, que siempre está agazapado ante nuestra puerta, ante nuestro corazón, y quiere entrar.

Con un renovado impulso de abandono filial, nosotros nos encomendamos una vez más a María: precisamente en el pesebre contemplamos en estos días su dulce imagen de Madre de Jesús y Madre nuestra.

En este primer domingo del año renuevo a todos los deseos de paz y de bien en el Señor. ¡En los momentos alegres y en aquellos tristes, confiemos en Él, que es nuestra misericordia y nuestra esperanza! También recuerdo el compromiso que hemos asumido el primer día del año, Jornada de la Paz: “Vence la indiferencia y conquista la paz”; con la gracia de Dios, podremos ponerlo en práctica. Y recuerdo también ese consejo que muchas veces les he dado: todos los días leer un párrafo del Evangelio, un pasaje del Evangelio, para conocer mejor a Jesús, para abrir nuestro corazón a Jesús, y así podemos hacerlo conocer mejor a los demás. Llevar un pequeño Evangelio en el bolsillo, en la cartera: nos hace bien. No se olviden: cada día leamos un pasaje del Evangelio.
Papa Francisco , 03/01/2016, Angelus

Referencia

2° Comentario
Los creyentes tenemos múltiples y muy diversas imágenes de Dios. Desde niños nos vamos haciendo nuestra propia idea de él, condicionados, sobre todo, por lo que vamos escuchando a catequistas y predicadores, lo que se nos transmite en casa y en el colegio o lo que vivimos en las celebraciones y actos religiosos.

Todas estas imágenes que nos hacemos de Dios son imperfectas y deficientes, y hemos de purificarlas una y otra vez a lo largo de la vida. No lo hemos de olvidar nunca. El evangelio de Juan nos recuerda de manera rotunda una convicción que atraviesa toda la tradición bíblica: «A Dios no lo ha visto nadie jamás».

Los teólogos hablamos mucho de Dios, casi siempre demasiado; parece que lo sabemos todo de él: en realidad, ningún teólogo ha visto a Dios. Lo mismo sucede con los predicadores y dirigentes religiosos; hablan con seguridad casi absoluta; parece que en su interior no hay dudas de ningún género: en realidad, ninguno de ellos ha visto a Dios.

Entonces, ¿cómo purificar nuestras imágenes para no desfigurar de manera grave su misterio santo? El mismo evangelio de Juan nos recuerda la convicción que sustenta toda la fe cristiana en Dios. Solo Jesús, el Hijo único de Dios, es «quien lo ha dado a conocer». En ninguna parte nos descubre Dios su corazón y nos muestra su rostro como en Jesús.

Dios nos ha dicho cómo es encarnándose en Jesús. No se ha revelado en doctrinas y fórmulas teológicas sublimes sino en la vida entrañable de Jesús, en su comportamiento y su mensaje, en su entrega hasta la muerte y en su resurrección. Para aproximarnos a Dios hemos de acercarnos al hombre en el que él sale a nuestro encuentro.

Siempre que el cristianismo ignora a Jesús o lo olvida, corre el riesgo de alejarse del Dios verdadero y de sustituirlo por imágenes distorsionadas que desfiguran su rostro y nos impiden colaborar en su proyecto de construir un mundo nuevo más liberado, justo y fraterno. Por eso es tan urgente recuperar la humanidad de Jesús.

No basta con confesar a Jesucristo de manera teórica o doctrinal. Todos necesitamos conocer a Jesús desde un acercamiento más concreto y vital a los evangelios, sintonizar con su proyecto, dejarnos animar por su Espíritu, entrar en su relación con el Padre, seguirlo de cerca día a día. Ésta es la tarea apasionante de una comunidad que vive hoy purificando su fe. Quien conoce y sigue a Jesús va disfrutando cada vez más de la bondad insondable de Dios.

El Dios escondido no es un Dios ausente. En el fondo de la vida, detrás de las cosas, en el interior de los acontecimientos, en el encuentro con las personas, en los dolores y gozos de la existencia, está siempre el amor de Dios sustentándolo todo. Nos lo recuerda san Juan de la Cruz: "el mirar de Dios es amar".

MENSAJE NO COMERCIAL

Las palabras que escuchamos en el evangelio de S. Juan tienen una resonancia especial para quien está atento a lo que sucede también hoy entre nosotros. "La Palabra era Dios... En la Palabra había vida... La Palabra era la luz verdadera... La Palabra vino el mundo... Y los suyos no la recibieron".

No es fácil escuchar esa Palabra que nos habla de amor, solidaridad y cercanía al necesitado, cuando vivimos bajo «la tiranía de la publicidad» que nos incita al disfrute irresponsable, al gasto superficial y a la satisfacción de todos los caprichos «porque usted se lo merece».

No es fácil escuchar el mensaje de la Navidad cuando queda distorsionado y manipulado por tanto «mensaje comercial» que nos invita a ahogar nuestra vida en la posesión y el bienestar material.

Lo importante es comprar. Comprar el último modelo de cualquier cosa que haya salido al mercado. Comprar más cosas, mejores y, sobre todo, más nuevas.

Pocos piensan hacia dónde nos lleva todo esto ni qué sentido tiene ni a costa de quién podemos consumir así.

Nadie quiere recordar que, mientras nuestros hijos se despiertan envueltos en mil sofistica dos juguetes, millones de niños del Tercer Mundo mueren de hambre cada día.

Nadie parece muy preocupado por este consumismo alocado que nos masifica, nos irresponsabiliza de la necesidad ajena y nos encierra en un individualismo egoísta.

Lo que importa es oler a la colonia más anunciada, leer el último «best-seller», regalar el disco número uno del «hit-parade».

Seguimos fielmente las consignas. Compramos marcas. Bebemos etiquetas. Satisfacemos «fantasías artificialmente estimuladas». Con la copa de champagne, nos bebemos la imagen de las jóvenes que lo beben en el anuncio.

Y poco a poco, nos vamos quedando sin vida interior. «La gente se reconoce en sus mercancías; encuentra su alma en su automóvil, en su aparato de TV, su equipo de cocina...». Y mientras tanto, crece la insatisfacción.

El hombre contemporáneo no sabe que, cuando uno se preocupa sólo de «vivir bien» y «tenerlo todo», está matando la alegría verdadera de la vida. Porque el hombre necesita amistad, solidaridad con el hermano, silencio, gozo interior, apertura al misterio de la vida, encuentro con Dios.

Hay un mensaje no comercial que los creyentes debemos escuchar en Navidad.
Una Palabra hecha carne en Belén. Un Dios hecho hombre.

En ese Dios hay vida, hay luz verdadera. Ese Dios está en medio de nosotros. Lo podemos encontrar «lleno de gracia y de verdad» en la persona, la vida y el mensaje de Jesús de Nazaret.
José A. Pagola
Referencia



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