Lecturas
Eclesiástico 24, 1-2.8-12 Salmo 147 Éfeso 1, 3-6.15-18
Juan 1, 1-18
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Al principio existía
la Palabra,
y la Palabra estaba
junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
La Palabra en el
principio estaba junto a Dios.
Por medio de la
Palabra se hizo todo,
y sin ella no se hizo
nada de lo que se ha hecho.
En la Palabra había
vida,
y la vida era la luz
de los hombres.
La luz brilla en la
tiniebla,
y la tiniebla no la
recibió.
Surgió un hombre enviado por
Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la
luz, para que por él todos vinieran a la fe.
No era él la luz, sino
testigo de la luz.
La Palabra era la luz
verdadera,
que alumbra a todo
hombre.
Al mundo vino,
y en el mundo estaba;
el mundo se hizo por
medio de ella,
y el mundo no la
conoció.
Vino a su casa,
y los suyos no la
recibieron.
Pero a cuantos la
recibieron,
les da poder para ser
hijos de Dios,
si creen en su nombre.
Éstos no han nacido de
sangre,
ni de amor carnal,
ni de amor humano,
sino de Dios.
Y la Palabra se hizo
carne
y acampó entre
nosotros,
y hemos contemplado su
gloria:
gloria propia del Hijo
único del Padre,
lleno de gracia y de
verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es
de quien dije:“El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía
antes que yo.”»
Pues de su plenitud
todos hemos recibido,
gracia tras gracia.
Porque la ley se dio
por medio de Moisés,
la gracia y la verdad
vinieron por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha
visto jamás:
Dios Hijo único,
que está en el seno
del Padre,
es quien lo ha dado a
conocer.
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1° Comentario
La liturgia de hoy, segundo domingo después de
Navidad, nos presenta el Prólogo del Evangelio de San Juan, en el que se
proclama que “el Verbo – o sea la Palabra creadora de Dios –
se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Esa Palabra, que
reside en el cielo, es decir en la dimensión de Dios, ha venido a la tierra a
fin de que nosotros la escucháramos y pudiéramos conocer y tocar con las
manos el amor del Padre. El Verbo de Dios es su mismo Hijo Unigénito, hecho
hombre, lleno de amor y de fidelidad (Cfr. Jn 1,14), es el mismo Jesús.
El Evangelista no esconde el carácter dramático
de la Encarnación del Hijo de Dios, subrayando que al don de amor de Dios se
contrapone la no acogida por parte de los hombres. La Palabra es la luz, y
sin embargo los hombres han preferido las tinieblas; la Palabra vino entre
los suyos, pero ellos no la han acogido (Cfr. vv. 9-10). Le han cerrado la
puerta en la cara al Hijo de Dios. Es el misterio del mal que asecha también
nuestra vida y que requiere por nuestra parte vigilancia y atención para que
no prevalezca.
El Libro del Génesis dice una bella frase que nos
hace comprender esto: dice que el mal está agazapado a la puerta” (Cfr. 4,7).
Ay de nosotros si lo dejamos entrar; sería él entonces el que cerraría
nuestra puerta a quien quiera. En cambio, estamos llamados a abrir de par en
par la puerta de nuestro corazón a la Palabra de Dios, a Jesús, para llegar a
ser así sus hijos.
En el día de Navidad ya ha sido proclamado este
solemne inicio del Evangelio de Juan; y hoy se nos propone una vez más. Es la
invitación de la Santa Madre Iglesia la que acoge esta Palabra de salvación,
este misterio de la luz.
Si lo acogemos, si acogemos a Jesús, creceremos
en el conocimiento y en el amor del Señor y aprenderemos a ser misericordiosos
como Él. Especialmente en este Año Santo de la Misericordia,
hagamos de modo que el Evangelio sea cada vez más carne en nuestra vida.
Acercarse al Evangelio, meditarlo y encarnarlo en la
vida cotidiana es la mejor manera para conocer a Jesús y llevarlo a los
demás.
Ésta es la vocación y la alegría de todo
bautizado: indicar y donar a los demás a Jesús; pero para hacer esto debemos
conocerlo y tenerlo dentro de nosotros, como Señor de nuestra vida. Y Él nos
defiende del mal, del diablo, que siempre está agazapado ante nuestra puerta,
ante nuestro corazón, y quiere entrar.
Con un renovado impulso de abandono filial,
nosotros nos encomendamos una vez más a María: precisamente en el pesebre
contemplamos en estos días su dulce imagen de Madre de Jesús y Madre nuestra.
En este primer domingo del año renuevo a todos
los deseos de paz y de bien en el Señor. ¡En los momentos alegres y en
aquellos tristes, confiemos en Él, que es nuestra misericordia y nuestra
esperanza! También recuerdo el compromiso que hemos asumido el primer día del
año, Jornada de la Paz: “Vence la indiferencia y conquista la paz”; con la
gracia de Dios, podremos ponerlo en práctica. Y recuerdo también ese consejo
que muchas veces les he dado: todos los días leer un párrafo del Evangelio,
un pasaje del Evangelio, para conocer mejor a Jesús, para abrir nuestro
corazón a Jesús, y así podemos hacerlo conocer mejor a los demás. Llevar un
pequeño Evangelio en el bolsillo, en la cartera: nos hace bien. No se
olviden: cada día leamos un pasaje del Evangelio.
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Referencia
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2° Comentario
Los creyentes tenemos múltiples y muy diversas
imágenes de Dios. Desde niños nos vamos haciendo nuestra propia idea de él,
condicionados, sobre todo, por lo que vamos escuchando a catequistas y
predicadores, lo que se nos transmite en casa y en el colegio o lo que
vivimos en las celebraciones y actos religiosos.
Todas estas imágenes que nos hacemos de Dios son
imperfectas y deficientes, y hemos de purificarlas una y otra vez a lo largo
de la vida. No lo hemos de olvidar nunca. El evangelio de Juan nos recuerda
de manera rotunda una convicción que atraviesa toda la tradición bíblica: «A Dios no lo ha visto nadie jamás».
Los teólogos hablamos mucho de Dios, casi siempre
demasiado; parece que lo sabemos todo de él: en realidad, ningún teólogo ha
visto a Dios. Lo mismo sucede con los predicadores y dirigentes religiosos;
hablan con seguridad casi absoluta; parece que en su interior no hay dudas de
ningún género: en realidad, ninguno de ellos ha visto a Dios.
Entonces, ¿cómo purificar nuestras imágenes para
no desfigurar de manera grave su misterio santo? El mismo evangelio de Juan
nos recuerda la convicción que sustenta toda la fe cristiana en Dios. Solo Jesús, el Hijo único de Dios, es «quien lo ha dado
a conocer». En ninguna parte nos descubre Dios su corazón y nos
muestra su rostro como en Jesús.
Dios nos ha dicho cómo es encarnándose en Jesús. No se ha revelado en doctrinas y fórmulas teológicas
sublimes sino en la vida entrañable de Jesús, en su comportamiento
y su mensaje, en su entrega hasta la muerte y en su resurrección. Para
aproximarnos a Dios hemos de acercarnos al hombre en el que él sale a nuestro
encuentro.
Siempre que el cristianismo ignora a Jesús o lo
olvida, corre el riesgo de alejarse del Dios verdadero y de sustituirlo por
imágenes distorsionadas que desfiguran su rostro y nos impiden colaborar en
su proyecto de construir un mundo nuevo más liberado, justo y fraterno. Por
eso es tan urgente recuperar la humanidad de Jesús.
No basta con confesar a
Jesucristo de manera teórica o doctrinal. Todos necesitamos conocer a Jesús
desde un acercamiento más concreto y vital a los evangelios,
sintonizar con su proyecto, dejarnos animar por su Espíritu, entrar en su
relación con el Padre, seguirlo de cerca día a día. Ésta es la tarea
apasionante de una comunidad que vive hoy purificando su fe. Quien conoce y
sigue a Jesús va disfrutando cada vez más de la bondad insondable de Dios.
El Dios escondido no es un Dios ausente. En el
fondo de la vida, detrás de las cosas, en el interior de los acontecimientos,
en el encuentro con las personas, en los dolores y gozos de la existencia,
está siempre el amor de Dios sustentándolo todo. Nos lo recuerda san Juan de
la Cruz: "el mirar de Dios es amar".
MENSAJE NO COMERCIAL
Las palabras que escuchamos en el evangelio de S.
Juan tienen una resonancia especial para quien está atento a lo que sucede
también hoy entre nosotros. "La Palabra era Dios... En la Palabra había
vida... La Palabra era la luz verdadera... La Palabra vino el mundo... Y los
suyos no la recibieron".
No es fácil escuchar esa Palabra que nos habla de
amor, solidaridad y cercanía al necesitado, cuando vivimos bajo «la tiranía
de la publicidad» que nos incita al disfrute irresponsable, al gasto
superficial y a la satisfacción de todos los caprichos «porque usted se lo
merece».
No es fácil escuchar el mensaje de la Navidad
cuando queda distorsionado y manipulado por tanto «mensaje comercial» que nos
invita a ahogar nuestra vida en la posesión y el bienestar material.
Lo importante es comprar. Comprar el último
modelo de cualquier cosa que haya salido al mercado. Comprar más cosas,
mejores y, sobre todo, más nuevas.
Pocos piensan hacia dónde nos lleva todo esto ni
qué sentido tiene ni a costa de quién podemos consumir así.
Nadie quiere recordar que, mientras nuestros
hijos se despiertan envueltos en mil sofistica dos juguetes, millones de
niños del Tercer Mundo mueren de hambre cada día.
Nadie parece muy preocupado por este consumismo
alocado que nos masifica, nos irresponsabiliza de la necesidad ajena y nos
encierra en un individualismo egoísta.
Lo que importa es oler a la colonia más
anunciada, leer el último «best-seller», regalar el disco número uno del
«hit-parade».
Seguimos fielmente las consignas. Compramos
marcas. Bebemos etiquetas. Satisfacemos «fantasías artificialmente
estimuladas». Con la copa de champagne, nos bebemos la imagen de las jóvenes
que lo beben en el anuncio.
Y poco a poco, nos vamos quedando sin vida
interior. «La gente se reconoce en sus mercancías; encuentra su alma en su
automóvil, en su aparato de TV, su equipo de cocina...». Y mientras tanto,
crece la insatisfacción.
El hombre contemporáneo no sabe que, cuando uno
se preocupa sólo de «vivir bien» y «tenerlo todo», está matando la alegría
verdadera de la vida. Porque el hombre necesita amistad, solidaridad con el
hermano, silencio, gozo interior, apertura al misterio de la vida, encuentro
con Dios.
Hay un mensaje no comercial que los creyentes debemos escuchar en
Navidad.
Una Palabra hecha carne en Belén. Un Dios hecho hombre.
En ese Dios hay vida, hay luz
verdadera. Ese Dios está en medio de nosotros. Lo podemos encontrar «lleno de
gracia y de verdad» en la persona, la vida y el mensaje de Jesús de Nazaret.
José A. Pagola
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Referencia
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Música para meditar
domingo, 3 de enero de 2016
2° Domingo de Navidad
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