Lecturas
Éxodo 12, 1-8.11-14 Salmo 115 Juan 13, 1-15
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Lectura
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Jesús lava los pies a sus discípulos
Introducción
Antes de la fiesta de Pascua,
sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre,
él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el
fin. Durante la Cena,
cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de
Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto
todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios…
Nudo
[…] Se levantó de la mesa, se
sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en
un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a
secárselos con la toalla que tenía en la cintura.
Cuando se acercó a Simón Pedro,
este le dijo:
“¿Tú,
Señor, me vas a lavar los pies a mí?”
Jesús le respondió:
“No
puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás”.
Pedro dijo:
“¡No,
tú jamás me lavarás los pies a mí!”
Jesús le respondió:
“Si
yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte”
Simón Pedro dijo:
“Entonces,
Señor, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!”
Jesús le dijo:
“El
que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está
completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos”.
Él sabía quién lo iba a entregar,
y por eso había dicho: “No todos ustedes están limpios”.
Desenlace
Después de haberles lavado los
pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo:
“¿Comprenden
lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y
tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he
lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he
dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes”.
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Para “rumiar”
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"Les he dado el ejemplo,
para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes"
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Homilía del P. Francisco
en la Misa Crismal
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Queridos
hermanos en el sacerdocio.
En el
Hoy del Jueves Santo, en el que Cristo nos amó hasta el extremo (cf. Jn 13,
1), hacemos memoria del día feliz de la Institución del sacerdocio y del de
nuestra propia ordenación sacerdotal. El Señor nos ha ungido en Cristo con óleo de alegría y esta unción
nos invita a recibir y hacernos cargo de este gran regalo: la alegría, el
gozo sacerdotal. La
alegría del sacerdote es un bien precioso no sólo para él sino también para
todo el pueblo fiel de Dios: ese pueblo fiel del cual es llamado el sacerdote
para ser ungido y al que es enviado para ungir.
Ungidos con óleo de alegría para ungir
con óleo de alegría. La
alegría sacerdotal tiene su fuente en el Amor del Padre, y el Señor desea que
la alegría de este Amor “esté en nosotros” y “sea plena” (Jn 15,11). Me gusta
pensar la alegría contemplando a Nuestra Señora: María, la “madre del
Evangelio viviente, es manantial de alegría para los pequeños” (Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 288), y creo que no exageramos si decimos que el sacerdote
es una persona muy pequeña: la inconmensurable grandeza del don que nos es
dado para el ministerio nos relega entre los más pequeños de los hombres. El sacerdote es el más pobre de los hombres si Jesús no lo enriquece
con su pobreza, el más inútil siervo si Jesús no lo llama amigo, el más necio
de los hombres si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro, el más
indefenso de los cristianos si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del
rebaño. Nadie más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas; por eso nuestra oración protectora
contra toda insidia del Maligno es la oración de nuestra Madre: soy sacerdote
porque Él miró con bondad mi pequeñez (cf. Lc 1,48). Y desde esa pequeñez asumimos nuestra alegría. ¡Alegría en nuestra
pequeñez!
Encuentro
tres rasgos significativos en nuestra alegría sacerdotal: es una alegría que nos unge (no que nos
unta y nos vuelve untuosos, suntuosos y presuntuosos), es una alegría
incorruptible y es una alegría misionera que irradia y atrae a todos, comenzando
al revés: por los más lejanos.
Una alegría que nos unge. Es decir: penetró en lo íntimo de
nuestro corazón, lo configuró y lo fortaleció sacramentalmente. Los signos de
la liturgia de la ordenación nos hablan del deseo maternal que tiene la Iglesia
de transmitir y comunicar todo lo que el Señor nos dio: la imposición de
manos, la unción con el santo Crisma, el revestimiento con los ornamentos
sagrados, la participación inmediata en la primera Consagración… La gracia
nos colma y se derrama íntegra, abundante y plena en cada sacerdote. Ungidos
hasta los huesos… y nuestra alegría, que brota desde dentro, es el eco de esa
unción.
Una alegría incorruptible. La integridad del Don, a la que nadie
puede quitar ni agregar nada, es fuente incesante de alegría: una alegría
incorruptible, que el Señor prometió, que nadie nos la podrá quitar (cf. Jn
16,22). Puede estar adormecida o taponada por el pecado o por las
preocupaciones de la vida pero, en el fondo, permanece intacta como el
rescoldo de un tronco encendido bajo las cenizas, y siempre puede ser
renovada. La recomendación de Pablo a Timoteo sigue siendo actual: Te
recuerdo que atices el fuego del don de Dios que hay en ti por la imposición
de mis manos (cf. 2 Tm 1,6).
Una alegría misionera. Este tercer rasgo lo quiero compartir y recalcar especialmente: la
alegría del sacerdote está en íntima relación con el santo pueblo fiel de
Dios porque se trata de una alegría eminentemente misionera. La unción es
para ungir al santo pueblo fiel de Dios: para bautizar y confirmar, para
curar y consagrar, para bendecir, para consolar y evangelizar.
Y como es una alegría que solo fluye
cuando el pastor está en medio de su rebaño (también en el silencio de la oración, el
pastor que adora al Padre está en medio de sus ovejitas) y por ello es una “alegría custodiada” por ese
mismo rebaño. Incluso en
los momentos de tristeza, en los que todo parece ensombrecerse y el vértigo
del aislamiento nos seduce, esos momentos apáticos y aburridos que a veces
nos sobrevienen en la vida sacerdotal (y por los que también yo he pasado),
aun en esos momentos el pueblo de Dios es capaz de custodiar la alegría, es
capaz de protegerte, de abrazarte, de ayudarte a abrir el corazón y
reencontrar una renovada alegría.
“Alegría
custodiada” por el rebaño y custodiada también por tres hermanas
que la rodean, la cuidan, la defienden:
la hermana pobreza, la hermana fidelidad y la hermana
obediencia.
La
alegría del sacerdote es una alegría que se hermana a la pobreza. El
sacerdote es pobre en alegría meramente humana ¡ha renunciado a tanto! Y como
es pobre, él, que da tantas cosas a los demás, la alegría tiene que pedírsela
al Señor y al pueblo fiel de Dios. No se la tiene que procurar a sí mismo.
Sabemos que nuestro pueblo es generosísimo en agradecer a los sacerdotes los
mínimos gestos de bendición y de manera especial los sacramentos. Muchos, al
hablar de crisis de identidad sacerdotal, no caen en la cuenta de que la
identidad supone pertenencia. No
hay identidad –y por tanto alegría de ser– sin pertenencia activa y
comprometida al pueblo fiel de Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 268). El sacerdote que pretende encontrar la
identidad sacerdotal buceando introspectivamente en su interior quizá no
encuentre otra cosa que señales que dicen “salida”: sal de ti mismo, sal en
busca de Dios en la adoración, sal y dale a tu pueblo lo que te fue
encomendado, que tu pueblo se encargará de hacerte sentir y gustar quién
eres, cómo te llamas, cuál es tu identidad y te alegrará con el ciento por
uno que el Señor prometió a sus servidores. Si no sales de ti mismo el óleo se vuelve rancio y la unción no
puede ser fecunda. Salir de sí mismo supone despojo de sí, entraña pobreza.
La
alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la fidelidad. No
principalmente en el sentido de que seamos todos “inmaculados” (ojalá con la
gracia lo seamos) ya que somos pecadores, pero sí en el sentido de renovada
fidelidad a la única Esposa, a la Iglesia. Aquí es clave la fecundidad. Los hijos espirituales que el Señor le da a cada sacerdote, los que
bautizó, las familias que bendijo y ayudó a caminar, los enfermos a los que
sostiene, los jóvenes con los que comparte la catequesis y la formación, los
pobres a los que socorre… son esa “Esposa” a la que le alegra
tratar como predilecta y única amada y serle renovadamente fiel. Es la Iglesia viva, con nombre y apellido, que el sacerdote pastorea
en su parroquia o en la misión que le fue encomendada, la que lo alegra cuando le es fiel,
cuando hace todo lo que tiene que hacer y deja todo lo que tiene que dejar
con tal de estar firme en medio de las ovejas que el Señor le encomendó:
Apacienta mis ovejas (cf. Jn 21,16.17).
La
alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la obediencia. Obediencia
a la Iglesia en la Jerarquía que nos da, por decirlo así, no sólo el marco
más externo de la obediencia: la parroquia a la que se me envía, las
licencias ministeriales, la tarea particular… sino también la unión con Dios
Padre, del que desciende toda paternidad. Pero también la obediencia a la Iglesia en el servicio: disponibilidad y prontitud
para servir a todos, siempre y de la mejor manera, a imagen de “Nuestra Señora de la
prontitud” (cf. Lc 1,39: meta spoudes), que acude a servir a su prima y está
atenta a la cocina de Caná, donde falta el vino. La disponibilidad del sacerdote hace de la Iglesia casa de puertas
abiertas, refugio de
pecadores, hogar para los que viven en la calle, casa de bondad para los
enfermos, campamento para los jóvenes, aula para la catequesis de los
pequeños de primera comunión…. Donde el pueblo de Dios tiene un deseo o una
necesidad, allí está el sacerdote que sabe oír (ob-audire) y siente un
mandato amoroso de Cristo que lo envía a socorrer con misericordia esa
necesidad o a alentar esos buenos deseos con caridad creativa.
El que es llamado sea
consciente de que existe en este mundo una alegría genuina y plena: la de ser
sacado del pueblo al que uno ama para ser enviado a él como dispensador de
los dones y consuelos de Jesús,
el único Buen Pastor que, compadecido entrañablemente de todos los pequeños y
excluidos de esta tierra que andan agobiados y oprimidos como ovejas que no
tienen pastor, quiso asociar a muchos a su ministerio para estar y obrar Él
mismo, en la persona de sus sacerdotes, para bien de su pueblo.
En este Jueves
Santo le pido al Señor Jesús que haga descubrir
a muchos jóvenes ese ardor del corazón que enciende la alegría apenas uno
tiene la audacia feliz de responder con prontitud a su llamado.
En este
Jueves Santo le pido al Señor Jesús que cuide el
brillo alegre en los ojos de los recién ordenados, que salen a
comerse el mundo, a desgastarse en medio del pueblo fiel de Dios, que gozan
preparando la primera homilía, la primera misa, el primer bautismo, la
primera confesión… Es la alegría de poder compartir –maravillados– por vez
primera como ungidos, el tesoro del Evangelio y sentir que el pueblo fiel te
vuelve a ungir de otra manera: con sus pedidos, poniéndote la cabeza para que
los bendigas, tomándote las manos, acercándote a sus hijos, pidiendo por sus
enfermos… Cuida Señor en tus jóvenes sacerdotes la alegría de salir, de
hacerlo todo como nuevo, la alegría de quemar la vida por ti.
En este
Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que confirme la
alegría sacerdotal de los que ya tienen varios años de ministerio.
Esa alegría que, sin abandonar los ojos, se sitúa en las espaldas de los que
soportan el peso del ministerio, esos curas que ya le han tomado el pulso al
trabajo, reagrupan sus fuerzas y se rearman: “cambian el aire”, como dicen
los deportistas. Cuida Señor la profundidad y sabia madurez de la alegría de
los curas adultos. Que sepan rezar como Nehemías: “la alegría del Señor es mi
fortaleza” (cf. Ne 8,10).
Por fin,
en este Jueves sacerdotal, pido al Señor Jesús que resplandezca la alegría de los sacerdotes ancianos, sanos o
enfermos. Es la alegría de la Cruz, que mana de la conciencia
de tener un tesoro incorruptible en una vasija de barro que se va
deshaciendo. Que sepan estar bien en cualquier lado, sintiendo en la
fugacidad del tiempo el gusto de lo eterno (Guardini). Que sientan Señor la
alegría de pasar la antorcha, la alegría de ver crecer a los hijos de los
hijos y de saludar, sonriendo y mansamente, las promesas, en esa esperanza
que no defrauda.
Papa Francisco , 17/04/2014, Homilía en la
Misa Crismal
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Referencia
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Música para meditar
jueves, 17 de abril de 2014
Jueves Santo
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